sábado, 31 de octubre de 2009

Billiken, "Me lo dijo ella".

Esa mañana, Martín se levantó con el pelo más revuelto que de costumbre. Caminó hasta la cocina y así como estaba, en pijamas, empezó a preparar un vaso de leche con chocolate. Había soñado toda la noche con ella. “Decíme: ¿por qué no me habla?” –le preguntó a la leche. “Si yo fuera vos, me miraría al espejo. ¿Cómo querés que una chica tan linda le hable a un pibe con esos rulos?” –le dijo, pálida, la leche. “Y vos, cuchara: ¿también pensás que es porque estoy despeinado todo el tiempo?” –preguntó Martín desafiando al cubierto. “No, yo creo que se enteró del chiste que le contaste al de inglés” –dijo la cuchara antes de gritar que la pálida estaba fría.

Martín sonrió con un solo lado de la boca. A él, el chiste le pareció genial: quéledijoungloboaotro, iglobeyou. Al profe no le causó mucha gracia pero los pibes se rieron. ¿Sería su humor lo que no le gustaba a Sofía? “Morocho, ¿qué opinás?”, pero el chocolate no contestó enseguida la pregunta de Martín. Se tomó unos minutos para pensar hasta que dijo: “No sé”. Todo sospecharon que la demora fue sólo para retrasar el mareo que le esperaba en la taza.

Sentado a la mesa de la cocina, agarró una galletita de ésas que viven felices y la increpó: “Vos que estás siempre tan contenta, ¿creés en el amor a primera vista?”. La galletita seguía con la boca abierta, pero ahora porque no sabía qué decir. El pobre despeinado no encontraba respuesta, tal vez porque, por primera vez en su vida, tenía muchas –demasiadas- preguntas.

“¡Qué temprano! ¿Nos caímos de la cama?”, la mamá entró en la cocina y plantó un beso en el bosque de rulos de su hijo. Puso la pava sobre el fuego y dejó un saquito de té de manzana sobre la mesa para preparar algunas tostadas. “Así de rojos tenía los cachetes cuando la miré…”, recordó Martín en voz alta. “Si me hablás a mí, acordate que soy un papel pintado. Manzanas con cachetes en la frutería”, dijo el saquito de té más que ofendido por la confusión. En silencio, terminó su desayuno, lavó la taza y se fue a vestir.

“Espejito, espejito: ¿no soy el chico más bonito del colegio?”. Una carcajada estruendosa salió del espejo. Martín estaba acostumbrado a sus burlas, pero ese día, en lugar de discutir con él decidió escucharlo. “Peinate bien, aunque no la veas atrás también tenés cabeza. Esa remera se achicó o vos creciste: ponete una de tu talle y, si podés, buscá una que no tenga tantos agujeros. Atate bien los cordones, no queremos ver al chico más bonito con un chichón en la frente”. Aunque se burlara, el espejo daba buenos consejos, valga la rima sólo por esta vez.

Martín preparó su mochila y salió para el cole. Todas las mañanas caminaba dos cuadras y un poquito más. El sol de verano lo puso a pensar. “La primera vez ¿dónde la vi? Una S escrita en una esquina escondida del guardapolvo le robó un suspiro. “En la Sala de Computación”, le dijo el que, antes de la tinta de birome, era blanco. Ella salía, él entraba. Todas las chicas del otro grado lo saludaron pero ella no dijo nada. “¿Y la segunda vez?”, la M dibujada tímidamente debajo de la S le contestó “la maestra te pidió que fueras a llevar una nota al otro profe. Ella, sentada en el primer banco, esta vez sonrió al verte entrar”. La y griega entre las iniciales de sus nombres le preguntó: “¿Y ahora?”.

Una cuadra antes de su destino, tres chicos le gritaron: “¡Cabezón, esperá a tus amigos!”. Los chicos se acercaron corriendo a Martín y chocaron sus palmas primero, sus dorsos después y los nudillos al final. Le preguntaron cómo estuvo su fin de semana, pero él pensaba en una sola cosa: “¿Alguno sabe algo de la chica nueva del otro grado?”. Nadie se apuró a contestar, Mauro fue el único que tiró un dato: “Preguntale a las chicas…”. Llegaron justo cuando tocaba el timbre y no tuvieron tiempo más que para formar la fila. A Martín, la mochila de su compañero de adelante le insistía: “preguntale a las chicas, preguntale a las chicas…”.

Primera hora: gimnasia. Bolsos y guardapolvos volaron por el aire hasta un rincón del patio que nunca estaba suficientemente limpio. Corrieron, saltaron, esquivaron pelotas y al final fueron todos a lavarse las manos. El jabón de Martín parecía de papel: finito y casi transparente. Casi no lo usaba, la consigna era tener jabón en la bolsita de higiene y si lo gastaba iba a necesitar otro. Todo un trámite. Pero estaba, que no era poco, y también opinaba “¿Y? ¿Cuándo vas a preguntar?”. Durante un instante sintió dudas, -¿o era miedito?- pero hasta el chorro de agua parecía decirle “Shhha”.

El guardapolvo ya tenía tierra y agua. Para darle aire, subieron las escaleras corriendo lo más rápido posible. Entrar al aula era como estar en casa, cada uno en su banco se sentía protegido, cuidado, querido. Martín giró sobre su asiento para preguntarle a una de las chicas: “Lau, ¿qué onda la nueva del otro grado?”. Nunca, en sus diez años de vida, hubiera esperado una respuesta como aquella: “¿La chica sorda? Re bien, parece que es súper buena onda. Yo ya hablé con ella y es muy divertida…”.

La cabeza le daba vueltas como una calesita. “¿Sorda?”. No, Laura había tirado cualquiera, si después dijo “Ya hablé con ella”. ¿Hablan los sordos? “A ver, pensá: sordo es el que no escucha. ¿Sabés cómo le dicen a los que no hablan? ¡Mudos!”, la goma de borrar se ensañaba con las dudas de Martín y el timbre que no quería sonar.

Después de un siglo y medio, salieron al recreo y la primera pregunta fue clara y directa: “Chicas, ¿la nueva es sorda?”. El grupo de nenas se sorprendió de la brusquedad de la pregunta: “Sí, nene. Pero no seas bestia, es una chica divina. Re simpática”. La respuesta no alcanzaba: “¿Y habla?”. Lucía fue la única que logró entender que no era bestialidad, era interés: “Mirá, ella está en el otro patio. Andá, así te das cuenta de que no es de otro planeta”.

Martín caminó por el pasillo. “¿Cómo la encaro?, ¿Qué le digo? ¿Le hablo?”. Sofía salió del aula apurada y se chocaron de frente. Él levantó la mano, ella hizo lo mismo, y susurró un tímido “Hola”. No había entonaciones en su saludo. A Martín se le escaparon las ideas antes de acomodarlas: “¿¡Hablás!?”. Ella le miró los labios y contestó enseguida: “Si, un poco. Aunque prefiero el lenguaje de señas”. Evidentemente, él había hecho algún gesto con su cara: “Hablár con las manos: si muestro la palma estoy diciendo hola y si muestro el dorso estoy diciendo chau”. Martín estaba admirado. Él, que hablaba hasta con las tostadas, no sabía qué decir. Ella hizo algunos gestos y luego los tradujo, otra vez sin tonos: “Dije que me gusta tu pelo”. Él sonrió con toda la boca. Ella lo invitó: “Si querés, una tarde de éstas te enseño”. Sabía que ella le miraba la boca, entonces sonrió y le dijo lentamente: “Sí, quiero”.